jueves, 16 de septiembre de 2010

Cuba y Corea del Norte; dos infiernos privados con familias reales.

Cuba y Corea del Norte, persistencia de una pesadilla
Tal vez lo más inteligente sea dejarlo a Marx en paz y empezar a pensar por cuenta propia. El siglo XXI recién empieza y no es aconsejable iniciarlo con la aplastante carga de pesadillas totalitarias del siglo que se fue.

Por Rogelio Alaniz


En los últimos días, Corea del Norte y Cuba han sido noticia. En Corea del Norte, Kim Jong Il manifestó que estaría decidido a entregarle el poder a su hijo de 27 años, un señorito del cual nadie conoce nada porque se ha educado en colegios extranjeros y en las contadas ocasiones que visita su país la seguridad interna lo mantiene alejado del contacto de la gente.

Como se sabe, en este país el “presidente eterno” es Kim Il Sung, quien falleció en 1994, pero ni siquiera la muerte pudo alejarlo del poder. El heredero fue su hijo y, tal como se presentan las cosas, el poder ahora llegará a las manos de su nieto. Ni Atila ni Luis XIV se hubieran animado a tanto.

En Cuba, por su parte, Fidel Castro regresó luego de su larga enfermedad y de hecho se hizo cargo del poder -si es que alguna vez lo dejó- con la naturalidad y desparpajo de un gran señor que regresa a sus dominios para hacerse cargo de lo que le corresponde. Como su colega Kim Il Sung, Castro es el eterno presidente en ejercicio y a ese puesto ninguna enfermedad -ni siquiera la muerte- lo pondrá en tela de juicio.

A diferencia de su par coreano, Castro sorprendió a la opinión pública mundial admitiendo que el actual régimen económico cubano no les sirve ni siquiera a los cubanos. Después se arrepintió de lo dicho y recurrió a las mismas estratagemas de cualquier político burgués tramposo: “Los periodistas me sacaron de contexto”, dijo.

Curiosamente, esa opinión debe haber sido una de las que más adhesiones recogió en el mundo y, seguramente, en la propia Cuba. No es un secreto que el régimen económico cubano está más cerca de un manicomio que de un orden medianamente racional. Basta con mirar las cifras del Estado o conversar con cualquier cubano, incluso un afiliado al partido, para darse cuenta.

Cuba es un manicomio económico en el que sus habitantes se han mostrado dispuestos a dejarse comer vivos por los tiburones antes que seguir viviendo en esas condiciones. Pero Castro se da el lujo de calificar a Sarkozy de loco. Conste que el mandatario francés nunca me cayó simpático, pero Castro es la persona menos autorizada para impugnar en nombre de la locura a un presidente, cuando él, con su narcisismo enfermizo, es la encarnación típica de la locura que provoca el poder y, muy en particular, el poder absoluto.

Sarkozy estará loco, pero se va dentro de dos años, como corresponde a todo mandatario democrático. Castro es la locura del poder y, además, se queda para siempre. Sarkozy expulsó a un puñado de gitanos mientras que Castro expulsó a más de dos millones de cubanos. No es bueno expulsar a otras etnias, pero convengamos que mucho peor es expulsar a los propios compatriotas. Expulsarlos o ejecutarlos.

Corea del Norte y Cuba son los dos regímenes comunistas que sobreviven en el mundo leales al legado stalinista. Vietnam y China también se reivindican formalmente comunistas, pero las reformas económicas emprendidas tienen poco que ver con el comunismo. En estos países, el comunismo parece ser la etapa anterior al capitalismo, mientras que en Cuba y Corea el comunismo es la etapa anterior a la nada.

Corea y Cuba no son iguales. No podrían serlo ni aunque se lo propusieran. Las sociedades, los liderazgos, las tradiciones culturales son diferentes y generan por lo tanto estilos de vida diferentes. La única semejanza es la vigencia de un mismo régimen de poder. Tropicales unos, orientales los otros, lo que se mantiene intacto es un sistema de dominación totalitaria donde los líderes se perpetúan más allá de la muerte a través de los hijos, los nietos y los hermanos.

En el mundo académico, se debate acerca de la incapacidad del marxismo para elaborar una teoría política. Agudo a la hora de la crítica económica, Marx no pudo o no supo elaborar una crítica política, más allá de algunas generalidades utópicas. Para el marxismo, lo importante fue la revolución y el reparto de la riqueza. El sistema político era absolutamente secundario. El “vacío político” del marxismo fue llenado por los dictadores. Desde Stalin, en adelante siempre fue así. La dictadura se justificó como el instrumento adecuado para reprimir los intentos de los contrarrevolucionarios por recuperar el poder. La dictadura trajo consigo al dictador que siempre se las ingenió para resucitar contrarrevolucionarios que justifiquen su rol.

Lo cierto es que, en su etapa de declinación, el comunismo se ha dado el lujo de fundar sistemas políticos que los déspotas del mundo antiguo hubieran admirado. Mantenerse cuarenta o cincuenta años en el poder y designar sucesores con el acatamiento dócil de la sociedad son logros asombrosos. Asombrosos y lamentables. Recordemos al respecto que el marxismo se presentó a los ojos de la humanidad como un movimiento emancipador, una visión del mundo que se proponía liberar al hombre de la dominación y la explotación a la que lo habían sometido todos los regímenes existentes en la humanidad hasta la llegada de esta buena nueva.

Marx pronosticó que el capitalismo iba a dar vida a su sepulturero histórico: el comunismo. La historia que suele ser impiadosa ante las profecías le demostró con elocuencia que estaba equivocado. Y equivocado en serio. Las revoluciones socialistas no se hicieron porque “sobraba” el capitalismo, sino porque “faltaba”. Quienes llegaron al poder en nombre del comunismo aprendieron enseguida que la ideología debía servir como un excelente sustituto de la realidad. Puede que el marxismo de Kim Il Sung y el de Fidel Castro tengan poco que ver con los refinados escritos de Marx, pero ya se sabe que la distancia entre la teoría y la práctica suele ser grande y para eso está la ideología para disimularla o, en su defecto, el más chato y vulgar pragmatismo.

Los regímenes de Corea y Cuba son los frutos del marxismo. Frutos opacos, agrios, tóxicos, pero frutos al fin. Los intelectuales marxistas ante este dato incontrastable de la realidad justifican lo hecho recurriendo a dos argumentaciones aparentemente contradictorias. Quienes defienden el régimen dicen que a pesar del sabotaje imperialista los principios igualitarios se han cumplido. La dictadura y las carencias económicas y culturales no son responsabilidad del régimen sino de los burgueses que no los dejan gobernar en paz. Si la burguesía no existiera -concluyen-, Corea y Cuba serían paraísos de abundancia y de respeto a los derechos humanos. Desde ya adelanto que los primeros en no creer en semejantes disparates son Castro y Kim Jong Il.

Por su lado, los marxistas que critican esta versión del socialismo, aseguran que lo que allí se practica no tiene nada que ver con Marx. Aquí el debate se hace abstracto y escolástico. Hay que recurrir a las “sagradas escrituras” de Marx y Engels para hallar las claves de la verdad. Exégesis al margen, lo que ningún marxista con un mínimo de honestidad intelectual puede desconocer es que estos regímenes se constituyeron invocando el marxismo y transformándolo en verdad oficial. Desde Stalin en adelante, la dictadura y el terror fueron las constantes. ¿Casualidad o causalidad? ¿qué hubiera opinado Marx si viviera? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos desde los tiempos del Antiguo Testamento es que a determinadas teorías o profecías se las conoce por sus frutos. Dicho con otras palabras, el marxismo y los marxistas no pueden desentenderse de Stalin, Pol Pot, Tito, Kim Il Sung, Mao o Castro. No es cómoda su situación. Si lo hacen, traicionan la teoría; si no lo hacen, se transforman en cómplices del crimen y el horror. Tal vez lo más inteligente sea dejarlo a Marx en paz y empezar a pensar por cuenta propia. El siglo XXI recién empieza y no es aconsejable iniciarlo con la aplastante carga de pesadillas totalitarias del siglo que se fue.

Tropicales unos, orientales los otros, lo que se mantiene intacto es un sistema de dominación totalitaria donde los líderes se perpetúan a través de los hijos, los nietos y los hermanos.

Los marxistas no pueden desentenderse de Stalin, Pol Pot, Tito, Kim Il Sung, Mao o Castro. Si lo hacen, traicionan la teoría; si no lo hacen, se transforman en cómplices del crimen y el horror.

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