Por Abby Johnson
Nota: El texto a continuación es el primer capítulo del libro de Abby Johnson . Para mayor información sobre el libro, haga click aquí.
Cheryl asomó la cabeza en mi oficina. “Abby, necesitan una persona extra a la sala de examinaciones. ¿Estás disponible?”.
Sorprendida, levanté la mirada de mis papeles. “Claro”.
A pesar de que había trabajado en Planned Parenthood durante ocho años, nunca se me había pedido que fuera a la sala de examinaciones para ayudar al equipo médico durante un aborto, y no tenía idea por qué me necesitaban ahora. Las enfermeras eran las que ayudaban en los abortos, no otro personal de la clínica. Como directora de esta clínica en Bryan, Texas, yo podía reemplazar cualquier puesto en caso de apuro, excepto, por supuesto, a los doctores o enfermeras que realizan procedimientos médicos. En algunas ocasiones accedí al pedido de alguna paciente para estar con ella e incluso tomarle la mano durante el procedimiento, pero sólo cuando yo había sido su consejera durante su ingreso y asesoramiento sicológico. No era el caso de hoy. Entonces, ¿por qué me necesitaban?
El abortista de turno había estado sólo dos o tres veces antes en la clínica Bryan. Él tenía un consultorio privado para abortos a unos 160 kilómetros. Cuando hablé con él sobre el trabajo, varias semanas antes, me explicó que en su consulta particular sólo hacía abortos guiados por ecografías – que es el procedimiento abortivo con el menor riesgo de complicaciones para la mujer. Dado que este método permite al médico ver exactamente lo que está pasando adentro del útero, hay menos posibilidades de perforar la pared uterina, que es uno de los riesgos del aborto. Yo respetaba eso de él. Desde mi punto de vista, mientras más se pudiera hacer para mantener a las mujeres seguras y sanas, mejor. Sin embargo, yo le expliqué que esta práctica no era el protocolo en nuestra clínica. Él aceptó y dijo que respetaría nuestro procedimiento estándar, aunque acordamos que él podría usar el ecógrafo si una situación particular lo ameritaba.
Que yo supiera, nosotros nunca habíamos hecho abortos guiados por ecografías en nuestras instalaciones. Hacíamos abortos sólo cada tercer sábado, y nuestra afiliada Planned Parenthood nos estableció como meta realizar 25 a 35 procedimientos en esos días. Nos gustaba terminar alrededor de las 2 p.m. Nuestro procedimiento demoraba, normalmente, unos 10 minutos, pero una ecografía añadía otros cinco, y cuando estás tratando de programar hasta 35 abortos en un día, esos minutos adicionales van sumando.
Por un momento sentí reticencia fuera de la sala de examinaciones. Nunca me gustó entrar a esa habitación durante un aborto – nunca me agradó lo que sucedía detrás de esa puerta. Pero ya que todos teníamos que estar disponibles en cualquier momento para echar una mano y hacer el trabajo, abrí la puerta y entré.
La paciente ya estaba sedada, aún consciente, pero aturdida, con la luz brillante del doctor sobre ella. Ella estaba en posición, los instrumentos estaban oredenadamente dispuestos en la bandeja, al lado del doctor, y una enfermera estaba ubicando el ecógrafo al lado de la mesa de operaciones.
“Voy a realizar un aborto guiado por ecógrafo en esta paciente. Te necesito para mantener la sonda del aparato”, me explicó el médico.
Mientras tomaba la sonda del ecógrafo y ajustaba la configuración de la máquina, yo discutía conmigo misma: no quiero estar aquí. No quiero participar en un aborto. No, actitud equivocada – necesitaba mentalizarme para esta tarea. Respiré profundo y traté de escuchar la música de la radio, que sonaba suavemente de fondo. Es una buena experiencia de aprendizaje – Nunca antes he visto un aborto guiado por un ecógrafo, me dije. Tal vez esto me ayude cuando asesore sicológicamente a las mujeres. Voy a aprender de primera mano acerca de este procedimiento más seguro. Además, esto terminará en sólo unos minutos.
No podía imaginar cómo los siguientes 10 minutos sacudirían los cimientos de mis valores y cambiarían el curso de mi vida.
Ocasionalmente, había realizado ecografías con fines de diagnóstico para las clientas. Éste era uno de los servicios que ofrecíamos para confirmar el embarazo y estimar qué tan avanzado estaba. La costumbre de preparar una ecografía calmó la inquietud que me causaba estar en esa sala. Apliqué el lubricante en el vientre de la paciente, y luego moví la sonda del ecógrafo hasta que el útero se vio en la pantalla y ajusté la posición de la sonda para captar la imagen del feto.
Esperaba ver lo que había visto en ecografías anteriores. Por lo general, dependiendo de lo avanzado que estuviera el embarazo y de la forma en que el feto estuviera posicionado, primero vería una pierna o la cabeza o alguna imagen parcial del torso, y tendría que maniobrar un poco para obtener la mejor imagen posible. Pero esta vez la imagen era completa. Pude ver el perfil completo y perfecto de un bebé.
Se ve exactamente como Grace a las 12 semanas, pensé sorprendida, recordando la primera vez que vi a mi hija, tres años antes, acurrucada y protegida dentro de mi vientre. La imagen que ahora tenía frente a mí parecía la misma, sólo que más clara y más nítida. El detalle me sorprendió. Pude ver claramente el perfil de la cabeza, ambos brazos, las piernas e incluso los pequeñísimos dedos de las manos y los pies. Perfecta.
Pero igual de rápido, el cálido recuerdo de Grace fue sustituido por una oleada de ansiedad. ¿Qué voy a ver? Se me apretó el estómago. No quiero ver lo que está a punto de suceder.
Supongo que suena raro, viniendo de una profesional que había dirigido una clínica de Planned Parenthood por dos años, aconsejando a mujeres en crisis, programando abortos, revisando los informes de presupuesto mensual de la clínica, contratando y capacitando personal. Pero extraño o no, el simple hecho es que a mí nunca me había interesado la promoción del aborto. Yo había llegado a Planned Parenthood ocho años antes, creyendo que su propósito era principalmente prevenir embarazos no deseados y, en consecuencia, reducir el número de abortos. Esa había sido sin duda mi meta. Y yo creía que Planned Parenthood salvaba vidas, las vidas de las mujeres que, sin los servicios proporcionados por esta organización, acudirían a algún carnicero clandestino. Todo esto pasó por mi mente, mientras sostenía la sonda cuidadosamente en posición.
“Trece semanas”, oí decir a la enfermera después de hacer mediciones para determinar la edad del feto.
“Okay”, dijo el doctor mirándome, “simplemente mantén la sonda en posición durante el procedimiento, para ver lo que estoy haciendo”.
El aire fresco de la sala de examinaciones me dejó fría. Mis ojos todavía estaban pegados a la imagen de este bebé perfectamente formado, cuando vi como una nueva imagen entraba en la pantalla. La cánula – un instrumento en forma de un tubo delgado unido al extremo del aparato de succión – había sido insertada en el útero y se acercaba al costado del bebé. Se veía como un invasor en la pantalla, fuera de lugar. Malo, esto simplemente se veía como algo malo.
Mi corazón se aceleró. El tiempo se detuvo. No quería mirar, pero tampoco quería dejar de mirar. No podía no mirar. Estaba horrorizada, pero fascinada al mismo tiempo, como un mirón que reduce la velocidad cuando pasa al lado de un horrible accidente de tránsito: no queriendo ver un cuerpo destrozado, pero, al mismo tiempo, mirando.
Mis ojos volaron hacia la cara de la paciente, le corrían las lágrimas. Vi que sentía dolor. La enfermera le secó el rostro con un pañuelo de papel.
Mis ojos volaron hacia la cara de la paciente, le corrían las lágrimas. Vi que sentía dolor. La enfermera le secó el rostro con un pañuelo de papel.
“Solo respira”, la enfermera la animó gentilmente. “Respira”.
“Ya casi termina”, murmuré. Quería mantenerme concentrada en ella, pero mis ojos saltaron de nuevo a la imagen en la pantalla.
Al principio, el bebé no parecía notar la cánula. Tocó suavemente el costado del bebé, y por un instante sentí alivio. Por supuesto, pensé. El feto no siente dolor. Yo había tranquilizado a un sinnúmero de mujeres sobre esto, tal como me habían enseñado en Planned Parenthood. El tejido fetal no siente nada cuando se le elimina. Contrólate, Abby. Éste es un procedimiento médico rápido y sencillo. Mi cabeza estaba trabajando duro para controlar mis reacciones, pero yo no podía quitarme una turbación interior que rápidamente se transformaba en horror mientras miraba la pantalla.
El siguiente movimiento fue la repentina sacudida de un pequeño pie, en el momento que el bebé comenzó a patear, como si estuviera tratando de alejarse de la sonda invasora. A medida que la cánula presionaba su costado, el bebé empezó a luchar para girarse y alejarse. Me pareció evidente que podía sentir la cánula, y que no le gustaba lo que sentía. Entonces se escuchó la voz del médico, lo que me hizo saltar.
El siguiente movimiento fue la repentina sacudida de un pequeño pie, en el momento que el bebé comenzó a patear, como si estuviera tratando de alejarse de la sonda invasora. A medida que la cánula presionaba su costado, el bebé empezó a luchar para girarse y alejarse. Me pareció evidente que podía sentir la cánula, y que no le gustaba lo que sentía. Entonces se escuchó la voz del médico, lo que me hizo saltar.
“Teletranspórtame, Scotty”, le dijo alegremente a la enfermera. Le estaba diciendo que encendiera la aspiradora – en un aborto, la aspiradora no está encendida hasta que el médico siente que la cánula está en el lugar exacto.
De repente, sentí la necesidad de gritar “¡Paren!”, de sacudir la mujer y decirle: “¡Mira lo que le está pasando a tu bebé! ¡Despierta! ¡Apúrate! Haz que se detengan!”.
Pero aun cuando pensaba esas palabras, vi que mi propia mano sostenía la sonda. Yo era uno de “ellos” haciendo esto. Mis ojos se volvieron de nuevo hacia la pantalla. La cánula ya estaba siendo girada por el médico, y ahora veía al pequeño cuerpo retorciéndose violentamente con ella. Por un brevísimo momento se vio como si el bebé estuviera siendo estrujado como un estropajo de cocina, torcido y exprimido. Y luego se arrugó y comenzó a desaparecer dentro de la cánula frente a mis ojos. Lo último que vi fue la pequeña, perfectamente formada, espina dorsal ser succionada por el tubo, y luego se había ido. El útero estaba vacío. Totalmente vacío.
Quedé helada, no lo podía creer. Sin darme cuenta, solté la sonda, la que se desplazó fuera de la panza de la paciente y se deslizó sobre su pierna. Podía sentir mi corazón latiendo – latiendo tan fuerte que mi cuello saltaba. Traté de respirar profundo, pero no podía inhalar o exhalar. Seguía mirando la pantalla, a pesar de que ahora estaba negra, ya que yo había perdido la imagen. Pero no estaba procesando nada. Estaba demasiado aturdida y perturbada para moverme. Me daba cuenta de que el médico y la enfermera conversaban casualmente mientras trabajaban, pero sonaban distantes, como un ruido vago en el fondo, difícil de oír por sobre los latidos de mi propia sangre en mis oídos.
La imagen del pequeño cuerpo, destrozado y aspirado, se repetía en mi mente, y con ello la imagen de la primera ecografía de Grace – y de cómo ella había sido, más o menos, del mismo tamaño. Y pude oír en mi mente una de las tantas discusiones que había tenido con mi esposo Doug sobre el aborto.
“Cuando estabas embarazada de Grace, ella no era un feto, era un bebé”, había dicho Doug. Y ahora me golpeaba como un rayo: ¡Tenía razón! Lo que estaba en el vientre de esta mujer hace un momento era algo vivo. No era sólo tejido, sólo células. Era un bebé humano. ¡Y estaba luchando por su vida! Una batalla que perdió en un abrir y cerrar de ojos. Lo que había dicho a la gente por años, lo que había creído y enseñado y defendido, era una mentira.
De pronto sentí los ojos del médico y la enfermera sobre mí. Esto me sacó de mis pensamientos. Me di cuenta que la sonda estaba en las piernas de la mujer y a duras penas pude volver a ponerla en su lugar. Pero ahora mis manos estaban temblando.
“Cuando estabas embarazada de Grace, ella no era un feto, era un bebé”, había dicho Doug. Y ahora me golpeaba como un rayo: ¡Tenía razón! Lo que estaba en el vientre de esta mujer hace un momento era algo vivo. No era sólo tejido, sólo células. Era un bebé humano. ¡Y estaba luchando por su vida! Una batalla que perdió en un abrir y cerrar de ojos. Lo que había dicho a la gente por años, lo que había creído y enseñado y defendido, era una mentira.
De pronto sentí los ojos del médico y la enfermera sobre mí. Esto me sacó de mis pensamientos. Me di cuenta que la sonda estaba en las piernas de la mujer y a duras penas pude volver a ponerla en su lugar. Pero ahora mis manos estaban temblando.
“Abby, ¿estás bien?”, preguntó el médico. La enfermera me miraba a la cara, preocupada.
“Sí, estoy bien”. Todavía no había ubicado la sonda en la posición correcta, y ahora estaba preocupada porque el médico no podía ver el interior del útero. Mi mano derecha sostenía la sonda, y mi mano izquierda estaba cautelosamente puesta en el vientre tibio de la mujer. Miré su cara – más lágrimas y una mueca de dolor. Corrí la sonda hasta que recuperé la imagen del útero ahora vacío. Miré de nuevo mis manos. Las vi como si no fueran mías.
¿Cuánto daño han hecho estas manos en los últimos ocho años? ¿Cuántas vidas han sido arrebatadas a causa de ellas? No sólo por mis manos, sino por mis palabras. ¿Y si yo hubiera sabido la verdad, y si les hubiera contado a todas esas mujeres?
¿Y si… ?
¡Había creído en una mentira! Había promovido ciegamente el eslogan de la compañía por tanto tiempo. ¿Por qué? ¿Por qué no había buscado la verdad por mí misma? ¿Por qué había cerrado mis oídos a los argumentos que había escuchado? ¡Ay, Dios mío!, ¿qué he hecho?
Mi mano todavía estaba en el vientre de la paciente, y tuve la sensación de que acababa de sacar algo de ella con esa mano. Yo le había robado. Y mi mano comenzó a doler – sentí un dolor físico real. Y ahí, de pie junto a la mesa, con mi mano en el vientre de la mujer que lloraba, este pensamiento vino desde lo más profundo de mí:
¡Nunca más! Nunca más.
Me puse en piloto automático. Mientras la enfermera limpiaba a la mujer, guardé el ecógrafo, luego desperté suavemente a la paciente, que estaba débil y atontada. La ayudé a sentarse, la puse en una silla de ruedas y la llevé a la sala de recuperación. La envolví con una manta liviana. Al igual que tantas pacientes que había visto antes, ella siguió llorando, en un evidente dolor emocional y físico. Hice mi mejor esfuerzo para hacerla sentir más cómoda.
Diez minutos, tal vez 15 como máximo, habían pasado desde que Cheryl me había pedido que fuera a ayudar en la sala de examinaciones. Y en esos pocos minutos todo había cambiado. Drásticamente. La imagen de ese pequeño bebé retorciéndose y luchando seguía repitiéndose en mi mente. Y la paciente. Me sentía tan culpable. Yo había tomado algo precioso de ella, y ella ni siquiera lo sabía.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había permitido que pasara esto? Yo me había comprometido a fondo, mi corazón, mi carrera en Planned Parenthood porque me preocupaba por las mujeres en crisis. Y ahora me enfrentaba a mi propia crisis.
Mirando ahora hacia atrás, ese día de fines de septiembre de 2009, me doy cuenta de cuán sabio es Dios al no revelarnos nuestro futuro. Si hubiera sabido en ese entonces que estaba a punto meterme a una tormenta, no habría tenido el valor de seguir adelante. Por eso, como no sabía, ni siquiera buscaba ser valiente. Pero sí buscaba entender cómo me había metido en ese lugar – viviendo una mentira, difundiendo una mentira y perjudicando a las mismas mujeres a las que yo quería ayudar.
Y necesitaba desesperadamente saber qué hacer a continuación.
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