opinión
María Teresa Rivera trabajaba en una fábrica de ropa en El Salvador. Un día sintió urgente ganas de ir al baño, donde un rato después la encontraron tirada en el suelo y sangrando. María Teresa, que tenía 28 años y era madre soltera de un chico de cinco, no sabía que estaba embarazada. Luego de que la llevaran de urgencia a un hospital, una persona de la empresa la denunció a la policía, que fue rápidamente a verla y la interrogó sin la presencia de un abogado. Finalmente, María Teresa fue juzgada y condenada a 40 años de cárcel, por homicidio agravado, sentencia que cumplirá cuando su hijo tenga 45 años.
El juez no le creyó a María Teresa cuando ella declaró que no sabía que estaba embarazada porque ella le había dicho a su empleador en enero de 2011 que creía podía estar esperando un bebé. Si eso hubiera sido así, el embarazo hubiese durado 11 meses, porque el aborto espontáneo ocurrió en noviembre de 2011.
El caso muestra como las represivas leyes de El Salvador --producto de la discriminación y de prejuicios de género- están destrozando las vidas y la salud de mujeres y niñas en este país centroamericano y es representativo de lo que sucede en América Latina, donde todavía hay enormes obstáculos para el goce de los derechos sexuales y reproductivos, que son derechos humanos. El Salvador es uno de los siete países de América Latina donde el aborto está prohibido en forma total, junto a Chile, Haití, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Surinam. El informe de Amnistía Internacional titulado Al borde la muerte: violencia contra las mujeres y prohibición del aborto en El Salvador describe y cuenta casos de cómo este tipo de normativa provoca la muerte de cientos de mujeres y niñas que se someten a abortos clandestinos.
La prohibición total del aborto en estos países se extiende incluso a los casos en que la vida de la mujer embarazada corre peligro, por lo que las mujeres cuyo estado de salud les impide llevar a término el embarazo se enfrentan a un dilema imposible: si abortan pueden ir a la cárcel y si no lo hacen pueden morir. En algunos casos, las mujeres que tienen abortos espontáneos son procesadas y pueden ser acusadas de homicidio y condenadas hasta a 50 años de cárcel, como le ocurrió a María Teresa.
El año pasado, los gobiernos de América Latina y el Caribe reconocieron que algunas experiencias de la región demuestran que la penalización no disminuye el número de abortos, sino que provoca un aumento de la mortalidad y la morbilidad maternas. En consecuencia, se convocó a los países “a considerar la posibilidad de modificar las leyes, normativas, estrategias y políticas públicas sobre la interrupción voluntaria del embarazo para salvaguardar la vida y la salud de mujeres y adolescentes, mejorando su calidad de vida y disminuyendo el número de abortos”. Fue un consenso histórico –alcanzado en la Primera Conferencia Regional de Población y Desarrollo, en Montevideo-, plasmado en un documento que todavía está lejos de llevarse a la realidad.
La Argentina ha hecho progresos en los últimos años, pero está a mitad de camino. El aborto es legal cuando el embarazo es resultado de una violación o está en peligro la vida de la mujer, pero a muchas mujeres no le es fácil acceder a él. Por un lado, porque en más de la mitad de las provincias no existen protocolos que establezcan como tienen que actuar los hospitales públicos para realizar abortos legales, como ordenó hacer la Corte Suprema en su fallo “FAL”, de marzo de 2012. Además, porque existen funcionarios y operadores de los sistemas de justicia y de salud que hacen lo posible para que no se cumpla con la ley y las mujeres no puedan acceder a sus legítimos derechos.
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