La locura homicida de Montoneros
Bastan pocas palabras para relatar este doble homicidio, ocurrido en el Nº 2429 de la Avenida Las Heras de la ciudad de Buenos Aires, donde funcionaba la peluquería del estilista Bruno Porta a la que solía acudir la presiden-ta del gobierno María Estela Martínez, viuda de Perón.
No atreviéndose a atentar contra la presidenta de un gobierno peronista, que ya para entonces había ordenado a las Fuerzas Armadas aniquilar la guerrilla rural del ERP en Tucumán y decretado la ley de Seguridad Nacional 20.840 y el Estado de Sitio, la Conducción Nacional de Montoneros decidió volar la peluquería con la intención de enviarle un "mensaje político".
Para ello, en la madrugada del 2 de septiembre de 1975 detonaron una poderosa carga explosiva que destruyó e incendió varios departamentos, provocando la muerte de Celia Palacios de Medina y su hija Gladys, de 13 años, que vivían en la primera planta. Atrapadas por el fuego ambas murieron carbonizadas. El sr. Antonio Medina, que era el portero del edificio, se encontraba ausente por estar internado en el Hospital Ferroviario debido a una afección cardíaca.
Cuatro días después el gobierno ilegalizó a Montoneros mediante el decreto 2452/75. Bien tarde, sin duda, pues desde el primer gobierno peronista (Cámpora, 1973) no habían dejado de asesinar policías, militares y civiles.
Si hay algo que hace particularmente repugnante este doble homicidio, es el carácter aleatorio de sus víctimas, civiles inocentes, ajenos a los avatares políticos. En su delirio paranoico que les hacía sentirse dueños de la vida y de la muerte, los terroristas montoneros demostraron una especial preferencia por los atentados con explosi-vos, aunque estos pudieran provocar víctimas civiles, tal como ocurrió varias veces; por ejemplo, en la Masacre de Rosario (09-1976) en la que mataron al fotógrafo Oscar Ledesma y su esposa Irene Angela Dib, cuyo automóvil fue alcanzado por la explosión de un coche-bomba.
Por supuesto, no ignoraban las altas posibilidades de que hubiera víctimas ajenas al "objetivo", pues las consecuen-cias de una explosión (máxime, no siendo ellos profesio-nales) son siempre imprevisibles. Sencillamente, en su fanatismo guevarista que les situaba más allá del bien y del mal porque "la Patria Socialista" lo justificaba todo, que murieran inocentes (incluidos, niños: además de Gladys, mataron a Juancito Barrios y a Paula Lambrus-chini, y colocaron trampas-bombas en colegios y zonas de juegos en plazas y parques), les importaba, digámoslo en crudo y académico castellano, un carajo. Su indiferen-cia ante la muerte de otros seres humanos, característica primaria de los psicópatas, era pasmosa, terrorífica; y ninguno de aquellos cobardes homicidas que nunca fueron encarcelados y hoy conceden entrevistas dando lecciones de Derechos Humanos y presentándose como víctimas del "terrorismo de Estado", han mostrado señal alguna de arrepentimiento. Ni lo harán jamás; podemos darlo por seguro.
Jorge Fernández Zicavo
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