"Abortar a mi hijo me llevó al pozo”, cuenta Lidia Esther, tinerfeña de 33 años. Un pozo de angustia que le condujo a la separación, la droga, la pérdida del trabajo, la desesperación. Abortó al feto de dos meses en 2007, cuando ella tenía 27 años, y desde entonces no levanta cabeza.
“No es cierto que el aborto no deja huella, como dicen algunas. No hay día que no recuerde aquella terrible experiencia. Acabar con mi hijo me hizo muy desgraciada”, afirma Lidia Esther. La joven llevaba cinco años viviendo con su novio y tenían pensado casarse, cuando ella se quedó embarazada. “Teníamos trabajo los dos, económicamente no estábamos mal, el feto no tenía malformaciones. Y vivíamos una vida de lujos: hoteles casi todos los fines de semana, ropa de marcas, fiestas. Pero mi pareja me obligó”. Motivo: aún estaba preparado para ser padre. Lidia se dejó convencer y pasó por el quirófano.
“Para mi fue un mero trámite”, relata. A los dos meses se casaron. “Si en ese momento me hubieran preguntado si el aborto era bueno, les hubiera dicho que sí, que era un derecho de la mujer (nosotras parimos, nosotras decidimos). Si me hubieran hablado del síndrome post-aborto me hubiera reído. Me sentía bien, creía ser feliz, pero no era así”. Nada más casarse empezaron los problemas.
“La relación se convirtió en un infierno. Yo empecé a odiarle a él y él a maltratarme. A los pocos meses, nos separamos”. Lidia entró en depresión y su vida comenzó a deslizarse por un tobogán sin fin. “Perdía los trabajos, me metí en drogas, tenía relaciones sexuales sin control. No veía salida por ningún lado”. Está convencida de que la causa de todo aquello era el aborto. “Cada vez que veía a un niño pequeño por la calle, me estremecía”. Lidia perdió las ganas de vivir y “en tres ocasiones intenté quitarme la vida”. El infierno se prolongó durante casi seis años. Hasta que su madre la llevó a un sacerdote de su parroquia. “Yo no era religiosa, pero mi madre insistió”. El cura fue “la única persona que me comprendió y no me juzgó”.
Lidia Esther experimentó la necesidad del perdón y la angustia fue cediendo poco a poco. Pero “seguía sin asumir la carga del aborto, hacia esfuerzos por borrarlo de mi vida”. Empezó a asumirlo cuando se introdujo en la vida parroquial: “Me relajaba, me hacía sentir querida y perdonada”. Pero el gran paso lo dio, cuando una psicóloga le recomendó que fuera a una concentración en contra del aborto. “Fui a apoyar -cuenta Lidia- lo que no sabía era que esa mañana mi vida cambiaría de verdad”.
"Me sinceré con una chica; y esa conversación me hizo ser consciente de que lo malo que me había pasado era consecuencia de todo eso. Me habló del Síndrome post-aborto y todo cobró sentido. Lo primero que hice a partir de ahí fue confesarme de este gran pecado que había cometido”. Más tarde, estuvo en el Santuario de Medjuroge, donde se confesó. “No te acabas de quitar de la cabeza que has acabado con la vida de tu hijo, pero una vez te has reconciliado con Dios, piensas que está en el Cielo”. Lo llama Iván y habla con él. “Recé a la Virgen y salí de allí con la satisfacción de que mi hijo me había perdonado. Me dio mucha paz, me sentí querida”.
A partir de ese momento, “supe que debía ayudar a que nadie más pasara por lo que yo he pasado”. Ahora ha vuelto a trabajar y se siente diferente. Colabora con grupos pro-vida y ha participado en varios “rescates” de chicas que iban a abortar. “Les digo que acabar con el hijo no es la solución”. Algunas se convencen y otras no, pero “ninguna de las que han decidido seguir adelante, se ha arrepentido de tener al niño”. Cree que no basta con reformar la actual ley del aborto.
“Si volvemos a la ley anterior, se salvarán vidas, pero la ley antigua era un coladero y tampoco es la panacea”. Lidia Esther cree que el riesgo psíquico era una excusa, y que ni siquiera las malformaciones son razón suficiente para abortar. “Creo que si mi feto hubiera tenido malformaciones, yo habría seguido adelante”. Pero los médicos recomiendan hacerse pruebas y más pruebas a las embarazadas para detectar malformaciones. “Pienso que no es motivo para acabar con una vida. Además, una persona con malformaciones puede ser un bendición”. Sabe de lo que habla: tuvo una hermana con parálisis cerebral, que falleció a los 35 años. “Te cambia la vida, te hace valorar lo importante”. Defender la vida no es asunto de derechas, ni de izquierdas, asegura, ni tampoco de ser o no religioso. Aunque añade: “si todos fuésemos más religiosos no abortaríamos”. “Nadie tiene derecho a matar a nadie. Aunque yo no soy quien para juzgar a nadie”.
De Época 19-05-13
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