miércoles, 9 de febrero de 2011

El fin de la dinastia Mubarak.

La revolución egipcia quebró definitivamente el equilibrio político en Medio Oriente

OSVALDO CALELLO

En Egipto está en marcha una revolución destinada a poner fin a tres décadas de un régimen fraudulento, despótico y corrupto que arrojó a las más vastas masas a una situación de miseria y explotación, reprimió sin contemplación alguna cualquier demanda democrática y, en alianza con Estados Unidos e Israel, traicionó las luchas antiimperialistas de los pueblos árabes. La batalla que cientos de miles de egipcios sostienen en las calles reviste un contenido nacional-democrático, con posibilidades de una radicalización anticapitalista en sus corrientes más profundas, dada la naturaleza de las contradicciones de clase que ha sacado a la luz la explosión popular.

El capitán Ihab Fathi besa una bandera tras ser aupado por los manifestantes en la Plaza Tahrir

Los trabajadores y el pueblo egipcio se movilizaron masivamente no sólo contra la opresión política y los crímenes que significaban el gobierno vitalicio de Hosni Murabak y su círculo palaciego. Se levantaron al mismo tiempo para poner fin a un régimen de explotación impuesto por los programas neoliberales en pleno auge de los años 90’, cuya consecuencia directa fue someter a una condición de miseria y expoliación a las grandes masas populares. Pobreza generalizada, un estado de desempleo crónico y la ausencia de derechos elementales en un país en que la gran mayoría de sus habitantes son ciudadanos de segunda clase frente a extranjeros que gozan de todo tipo de privilegios al igual que una enriquecida minoría nativa, todo esto custodiado por los mecanismos de un Estado policial.

El imperialismo norteamericano ha desempeñado un papel central en el sostenimiento de un régimen de esta naturaleza. Encontró en el gobierno de Anuar el-Sadat y luego de Murabak la llave maestra que necesitaba para establecer en Medio Oriente el equilibrio más favorable a sus intereses y a los de su aliado sionista, y congelar por décadas la revolución nacional del pueblo árabe que entre los años 40’ y 60’ se expresó a través de nasserismo en Egipto y el partido Baas en Siria y en Irak. En efecto, hace más de tres décadas la contrarrevolución en Medio Oriente logró una victoria estrategia de importancia capital. En septiembre de 1978 Sadat y el primer ministro hebreo, Menachem Begin, bajo la tutela del presidente norteamericano Jimmy Carter, firmaron los acuerdos de Camp David, cuyas cláusulas centrales establecieron la paz entre los dos Estados y el reconocimiento egipcio de Israel. Desde entonces el cambio de frente que El Cairo había iniciado un tiempo antes, quedó consolidado por un periodo indefinido. De ahí en más los gobernantes egipcios se alinearon disciplinadamente en torno a la política de Washington y los israelíes, haciéndose cómplices incondicionales de las maniobras y las acciones militares del imperialismo y el sionismo contra los pueblos de Irak, el Líbano y Palestina.

Basta observar la preocupación que despertó en los círculos gobernantes de esos dos países el levantamiento del pueblo egipcio, para tener una idea de la importancia del nudo de intereses que ha quedado amenazado por acontecimientos en las calles de El Cairo, Alejandría y otras ciudades. La hipocresía del gobierno de Barak Obama y de sus pares de la Unión Europea no tiene límites. Le exigen al dictador democracia y una transición ordenada, luego de haber dado apoyo pleno a ese régimen infame por treinta años. Los medios han estado informando que el gobierno norteamericano está negociando con el de Murabak el abandono del poder, presentando como un hecho enteramente natural la intervención de Estados Unidos en la solución de la crisis. El gobierno ultraderechista de Israel, a su vez, está aún más preocupado, al punto que su diplomacia reprochó desde el inicio del levantamiento el hecho de que Washington y la Unión Europea no hubieran dado un apoyo decidido a Murabak. No es para menos, la caída del anciano dictador amenaza con dejarlo sin su aliado principal en el mundo árabe. Algo parecido le ocurre al gobierno de la Autoridad Palestina, cuya estabilidad sin el apoyo de Egipto e Israel corre serio riesgo. Las últimas revelaciones sobre las escandalosas negociaciones secretas con el gobierno sionista sobre el destino de los palestinos expatriados, dejó al desnudo la línea de sucesivas capitulaciones que ha emprendido la administración de Mahmud Abbas.

La “solución americana”

Según algunos observadores la explosión egipcia tomó por sorpresa al gobierno de Obama. Es probable que ni los “especialistas” de Washington ni los cerebros de los poderosos Think Tank hayan percibido la acumulación de contradicciones que minaban la base del régimen egipcio. Por lo general su mirada se centra en el estado de los distintos resortes del poder institucional, sin prestar demasiada atención a los procesos y realineamientos moleculares que suelen provocar la emergencia de una voluntad colectiva contrahegemónica. Sin embargo, difícilmente podría decirse que la administración de Obama no contemplara en absoluto la necesidad de provocar un cambio de guardia en Palacio, ante el desgaste y el desprestigio que rodeaba al gobierno de Murabak. Hace ya tiempo que sus funcionarios estaban discutiendo con los líderes opositores las características de una transición. En este terreno también hacen su trabajo ONG como la Fundación Nacional por la Democracia (NED) especializada en el financiar planes de derrocamiento de gobiernos extranjeros y la Freedom House (FH), ambas vinculadas con la CIA. Sin ir más lejos, recientemente las revelaciones de Wikileaks señalaron un encuentro realizado en Washington en 1998 de diplomáticos y políticos norteamericanos y disidentes egipcios, entre los cuales estaba un joven, representante del Movimiento 6 de Abril, quien al regresar a su país dijo que se había sellado una alianza para derrocar al gobierno de Murabak en el 2011. La revelación es ciertamente significativa, especialmente si se tiene en cuenta el papel de Movimiento 6 de abril en los acontecimientos de estos días.

Ante la conjunción de fuerzas que han decidido poner fin a las ambiciones dinásticas del dictador, la suerte de éste está sellada. Sin embargo Murabak ha decidido resistir hasta el límite y así lo advirtió haciendo suya una consigna típica: “Yo o el caos”. Para hacer cierto el presagio lanzó sus fuerzas de choque, policiales y parapoliciales y una masa de marginalizados, cuya suerte depende de la asistencia del Estado, incluidos millones de afiliados del Partido Nacional Democrático (PND), contra los manifestantes. Esto sólo significa que su aislamiento es creciente e irreversible.

En consecuencia, los interrogantes en torno a la crisis egipcia no se centran en su figura, sino en el curso de los acontecimientos que sucederán a su caída. Estados Unidos y el imperialismo europeo confían en su segundo Omar Suleimán, “torturador suave” como lo llaman algunos, como dirigente de la transición hasta la realización de las elecciones. Le han asignado el papel de garante de que la política de Egipto en Medio Oriente se mantenga sin mayores cambios. La prensa internacional ha señalado reiteradamente, no sin intención, a El Baradai como la figura más adecuada para encabezar el futuro gobierno democrático. El ex secretario general de la Agencia Internacional de Energía Atómica y máxima figura de la Coalición por el Cambio, un frente al que confluyen desde Los Hermanos Musulmanes hasta diversas organizaciones de izquierda, es un moderado respetado en Occidente que, a pesar de su oposición a los planes criminales de Bush respecto a Irak, tendría el visto bueno de Washington, cuya influencia sobre los acontecimientos ha disminuido apreciablemente. Demás está decir que una solución de este tipo está destinada a asegurar en lo fundamental el status quo respecto a los intereses de clase dominantes y las relaciones con Israel.

La batalla decisiva

Pero el principal problema que afronta la revolución es de otro tipo. La movilización popular no tiene una organización ni una dirección política, y por ahora la consigna que unifica los reclamos es el repudio al gobierno y el reclamo de democracia. Este es su punto vulnerable y no es difícil advertir que el desemboque de la crisis que pretenden Estados Unidos y los círculos dominantes nativos tiene posibilidades de imponerse, a menos que la capacidad de lucha y la formulación de un programa por parte de los trabajadores y las grandes masas, fuerzas motrices de la revolución egipcia, así como posibles realineamientos en los cuadros de la Fuerzas Armadas, les opongan una fuerza de potencia superior o, por lo menos, equivalente.

Sobre el posicionamiento y el estado de ánimo de los cuadros militares la crisis ha abierto interrogantes. Es indudable que los altos mandos y los rangos superiores han sido cooptados por el orden imperante. Los 1300 millones de dólares que anualmente envía el gobierno norteamericanos para garantizarse la sumisión de las Fuerzas Armadas y sostener un formidable aparato represivo gravitan pesadamente. Sin embargo no es menos cierto que durante las masivas concentraciones populares en la plaza Tahrir se han producido expresiones de solidaridad y confraternidad de soldados, suboficiales e incluso algunos oficiales con los manifestantes. La unidad militar no puede darse por sentada, y no está en claro la homogeneidad existente en los niveles de la baja oficialidad y de la suboficialidad. Cuanto más se baja en la escala jerárquica, más cerca están los rangos militares de las masas, más probable es el desenvolvimiento de fracciones nacionalistas, nasseristas, islamistas o antiimperialistas.

El otro factor de resolución de la crisis tiene una importancia capital. En los últimos años los obreros egipcios han sido protagonistas de un intenso movimiento huelguístico contra las formas brutales de explotación capitalista y la escalada en el precio del pan y de los alimentos básicos. La continuidad del orden capitalista semicolonial bajo formas democráticas apunta directamente contra sus intereses de clase fundamentales. Para los trabajadores es importante conquistar las libertades democráticas elementales, pero mucha mayor importancia reviste a sus ojos liberarse de las formas extremas de expoliación que les ha impuesto la burguesía. Sin embargo el problema trasciende cualquier plataforma de reivindicaciones inmediatas. Se plantea y se resuelve en el terreno de la política, terreno por excelencia de la lucha de clases, a partir de la construcción de una voluntad colectiva con eje en los cuadros avanzados de la clase obrera e influencia política e ideológica sobre las más amplias masas populares. De los pasos que dé en esta dirección el proletariado egipcio depende en grado decisivo la suerte de la revolución. Sobre esto hay algunos indicios. Las crónicas periodísticas de estos días han señalado un dato significativo de la capacidad de iniciativa de las masas. En Egipto los comités de autodefensa y en Túnez los comités de vigilancia, creados para resguardar la revolución de los contraataques de la reacción, constituyen embriones de organismos independientes y democráticos y posibles organizaciones de una fuerza revolucionaria emergente.

Más allá de estas consideraciones, los acontecimientos crearon una situación irreversible. Una nueva correlación de fuerzas, más favorable a las masas se ha establecido por todo un período y, por poca que sea la influencia que alcancen en el próximo gobierno las corrientes profundas que se han lanzado a la lucha, ese gobierno no podrá volver el estado de cosas al momento anterior a la crisis. Se ha establecido un límite del cual no es posible retroceder. El anterior equilibrio semicolonial está quebrado definitivamente, tanto en Egipto como en Medio Oriente. Así lo indican el levantamiento tunecino, y los movimientos de protesta en Yemen, Argelia y Jordania. La crisis mundial del capitalismo que se desarrolla desde el 2007 ha encontrado una vez más su repercusión más intensa en la periferia, donde las condiciones de explotación de las grandes masas son mucho más crueles que en el centro. La historia reinicia su marcha en el punto en que la había sorprendido el anterior movimiento de reflujo y reacción. En cierta ocasión Trotsky, observando la revolución que despertaba en Asia a comienzos de los años 20’, cuando ya había iniciado su repliegue en Europa, escribió lo siguiente: “La historia parece estar desenredando su madeja desde la otra punta”. Esto es justamente lo que está ocurriendo en estos momentos en el norte de Africa y el Medio Oriente.

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